jueves, 30 de diciembre de 2010

¡QUÉ MALO ES EL DOLOR!

Todo empezó en agosto. Un dolor punzante, intermitente, mecánico, se apoderó de la primera MTF de mi pie derecho. ¿Y a que lo atribuí? Pues lo normal: el cambio de calzado, los paseos por la playa, el deporte no habitual, .... Ya se pasará, pensé.
Cuando el dolor se fue haciendo más contínuo, comencé con el hielo. Y los antiinflamatorios tópicos. Y los analgésicos y antiinflamatorios orales.
Las malas noches parecían incrementar el dolor, espero que la falta de descanso no repercutiera demasiado en mi trabajo. Así que recurrí a lo normal: colega Trauma.
"¿No será la gota?" me dijo con sorna y guasa. Pues con ácido úrico siempre normal, sin tumor, sin rubor y soportando el dolor relativamente con dignidad, va a ser que no.
"¿Te has pedido una placa?" Pues también va a ser que no, porque no creí que aportara nada al diagnóstico y no me había apetecido radiarme. Pero, claro, me la tuve que hacer y volver a que me valorara lo que a mí me parecía una radiografía normal.
"Está clarísimo: tienes un síndrome de Sudeck". ¡¿?! Sin fractura previa, sin inmovilización, .... "Mira, mira, tienes una zona clarísima de osteoporosis ...". Pues, francamente, yo sin ver nada. "Vas a empezar ya con (nombre comercial), (nombre comercial) y (nombre comercial) y, si no mejoras, hacemos una resonancia y a ver que pasa".
Prudentemente, decidí empezar el tratamiento en fin de semana y empalmar con las vacaciones. Menos mal. La asociación de paracetamol con tramadol me produjo un síndrome vertiginoso de órdago, además de un estreñimiento del carajo con consiguiente sangrado hemorroidal. La pregabalina no creo que colaborara mucho a mejorar esos síntomas. Y, afortunadamente, no empecé con el ibandronato, porque creo que no lo hubiera contado.
En pleno ataque de desesperación, decidí hacer algo extrañísimo: ir al podólogo. Al fin y al cabo, algo tienen que saber de pies los que trabajan todos los días el tema, ¿no?
Diagnóstico: pies cavos. Tratamiento: plantillas de apoyo retrocapital. Resultado: inmejorable. Adios dolor, adios medicación, hola (¡por fin!) descanso. Todavía sufro las secuelas yatrogénicas del cóctel farmacológico, pero vuelvo a sentirme persona.